El novelista vasco Bernardo Atxaga está considerado una de las mejores plumas hispánicas del panorama literario actual. Durante mi adolescencia leí varios de sus libros, entre ellos Sugeak txoriari begiratzen dionean, el cual comienza de esta cautivante manera (traduzco libremente):

«Cuando la serpiente mira al pájaro, el pájaro se ciega, y el pequeño retazo de mundo que tenía ante sus ojos hasta ese preciso momento -algunos árboles, un par de tejados, el camino, el azul del cielo- se le nubla bruscamente. Como ocurre con los pañuelos de los magos de las ferias, en un instante ahí mismo lo tiene todo: los colores, el movimiento, la luz. En el siguiente, en cambio, todo ha desaparecido, no podría sentirse sino un negro vacío.»

Los presentadores debemos ser como esos magos de las ferias, capaces de absorber la atención de la audiencia. Todo su mundo debe desaparecer ante el pañuelo del prestidigitador: sus preocupaciones diarias, el acuerdo por firmar, el informe por entregar. Todo desaparece de la conciencia, para dejar paso a la charla. Durante unos minutos el mundo de la audiencia se reduce a la pantalla y a los ojos del conferenciante. Para que se obre esta magia el secreto reside en mirar a la audiencia, como la serpiente miraba al pájaro.
Según Javier Reyero, «la mirada es el Alfa y Omega del discurso«. Veamos a continuación algunas reflexiones sobre la mirada, inspiradas tras la lectura de su libro «Hablar para conVencer«.

La mirada constituye nuestra primera interacción con el público

Cuando subimos a la tarima y encaramos a la audiencia, se entabla un juego de miradas cuya influencia sobre el discurso comienza mucho antes de tomar la palabra. Conviene por tanto que nuestra primera expresión sea amable, abierta y optimista. La mirada nos servirá para allanar desde el principio el camino hacia una buena comunicación.

El hecho de mirar directamente a la audiencia confiere el mensaje de que le estamos hablando a ella y no simplemente delante de ella. Como consecuencia, la audiencia se sentirá parte de la presentación, devolverá la mirada y se concentrará más en lo que tenemos que decirle.

La mirada es una dura prueba para todo orador

  • La mirada no debería fijarse en un solo individuo. Es frecuente centrarla exclusivamente en la persona de la primera fila que parece seguir todo lo que decimos o en el amable moderador de la sesión. Si nos centramos en una sola persona, la habremos secuestrado visualmente: se sentirá obligada a devolvernos la mirada todo el tiempo, a asentir cuando afirmamos o a sonreír cuando sospecha que consideramos haber dicho algo gracioso. Del resto del público se adueña entonces la sensación de estar de más en la sala: son meros espectadores de un diálogo entre dos personas, del cual se sienten excluidos. Como consecuencia, se perderá la voluntad y el interés de los restantes espectadores.

  • Tampoco le contaremos nuestra charla a la pared del fondo o al suelo. Por timidez o inseguridad, a veces se es incapaz de mirar a nadie a los ojos. Entonces una ola de indiferencia se abate sobre la sala. Los ocupantes de las primeras filas son los primeros en sentirse ignorados: ni les miran ni les van a mirar. Paulatinamente, la misma sensación se adueña de todos los demás, incluidos los de las últimas filas. Como resultado, la presentación resultará un fracaso.

  • Debemos abarcar con mirada franca toda la sala. Hay que repartir la mirada por todos los rincones de la sala, deteniéndonos alternativamente en cada uno de los asistentes, salvo que se trate de cientos, en cuyo caso la mirada se concentrará entre los espectadores que se encuentran más cerca. Con la mirada conseguiremos involucrar a todos los oyentes.

La audiencia no sólo oye, también es espectadora, que según el diccionario significa que mira con atención un objeto. ¿Y cuál es ese objeto de atención? ¡El orador! El público no dejará de mirarte. Gánatelo con una mirada afable.

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Los rostros son el barómetro del interés